martes, 7 de septiembre de 2010

Del Tlalocan: uno de los reinos de los muertos.


La concepción mítica-religiosa de los antiguos mexicanos consideraba la existencia de varios reinos de los muertos. Cada uno de ellos poblado por diferentes deidades a las que se les confería el poder de elegir a su séquito entre los mortales. Desde su ámbito de poder, los dioses determinaban las circunstancias en que acontecía el deceso, ya que de éstas dependía el tránsito de las ánimas hacia alguno de dichos reinos. El Tlalocan, reino de Tláloc, dios del agua y de la tierra, era la morada final para los que morían ahogados, fulminados por un rayo, por enfermedades como la lepra, las bubas, la sarna, la gota, la hidropesía y para las víctimas del sacrificio humano ofrendadas a este dios. El Tlalocan es descrito por Fray Bernardino de Sahagún como un paraíso donde había regocijo y refrigerios en abundancia, mazorcas de maíz verdes, calabazas y ramitas de bledos; éstas últimas plantas con tallos estriados, hojas ovales y flores dispuestas en espigas. En este sitio, las ánimas transformadas en pequeñas divinidades pluviales llamadas tlaloques, auxiliaban a Tláloc en sus funciones. Por mandato divino, sus ayudantes ubicados en los cuatro puntos cardinales, vertían las lluvias benéficas que propiciaban buenas cosechas o las lluvias dañinas que las perjudicaban. Las lluvias se encontraban almacenadas en el interior de grandes vasijas que al golpearlas, originaban los truenos y al romperlas, los rayos y la caída del agua.Además del poder de enviar las lluvias y, en algunos casos, de no hacerlo, a los tlaloques se les atribuía la capacidad de provocar o de curar padecimientos que lesionaban la piel y los huesos. Entre este tipo de enfermedades que correspondían a la categoría de naturaleza fría, ámbito presidido por diosas terrestres, lunares y Tláloc, se encontraba el de las bubas, patología común que se manifestaba en úlceras y que en fases tardías afectaba los huesos, provocando fuertes dolores e impidiendo de manera parcial o total la movilidad del cuerpo. La enfermedad era entendida como el desequilibrio del organismo originado por fuerzas divinas en la que tullidos, contrahechos y bubosos tenían una participación relevante en las festividades dedicas a dichas deidades. Otra forma de elección de Tláloc era a través del sacrificio humano, práctica religiosa que constituía un mecanismo para congraciarse con las deidades y en la que la víctima recibía la energía divina y, así poseída, moría. Los sacrificios coincidían con los ciclos de la Naturaleza y con situaciones de cambio o de conflictos de la sociedad. Por ello, de acuerdo a la deidad a la que se le ofrecía el ritual, la víctima debía reunir requisitos de edad, sexo, apariencia física y extracción social. En los sacrificios para Tláloc, íntimamente relacionados con el ciclo agrícola, las mujeres representaban la fertilidad, y los niños, de acuerdo a su edad, el crecimiento de los sembradíos. Existían diferentes tipos de sacrificio para honrar a las deidades del agua, pero los más comunes consistían en ahogar o degollar a las víctimas. Se creía que distintos caminos conducían a cada uno de los reinos de los muertos y que su recorrido tenía diferentes tiempos de duración. Por ello y para favorecer el tránsito de las ánimas a la vida ultraterrena, se desarrollaron diversos ritos funerarios. Sin embargo, en todas las exequias se amortajaba el cuerpo y había cantos, música, flores, inciensos, emotivos discursos de despedida y ofrendas constituidas, entre otros elementos, por objetos personales del difunto, alimentos y bebidas. La característica distintiva del funeral de los elegidos de Tláloc, era el tratamiento postmortem que recibía el cadáver ya que en este caso no se exponía al fuego, sino que se enterraba de manera directa bajo la tierra junto con pequeños ramos de bledos. A quienes fallecían ahogados y sus cuerpos no se recuperaban, se les representaba por bultos mortuorios y con ellos se llevaba a cabo el mismo tipo de sepelio. Además de los ritos funerarios, durante el décimo tercer mes del calendario mexica, se celebraba la festividad llamada Tepeílhuitl. En ella se rendía culto a los cerros, sitios en los que moraban los tlaloques y en cuyas cimas se formaban las nubes, y se honraba también a quienes habían muerto ahogados, fulminados por rayo o que habían fallecido por causas atribuibles a Tláloc. Antes de salir el Sol, elaboraban con una masa hecha con bledos, maíz y miel, imágenes de montes y de huesos. Las representaciones de los montes tenían dos caras, una de ellas humana y la otra de culebra, símbolo de fertilidad de la tierra. En la primera cara colocaban sobre la cabeza un penacho con plumas y en la boca pequeñas tortitas de bledos. Después, las cubrían con papeles y junto con las imágenes de los huesos las depositaban sobre roscas elaboradas con heno y atadas con sogas de zacate que previamente habían sido lavadas en los ríos. Al amanecer, colocaban dichas imágenes sobre altares, se quemaba incienso y como ofrenda se les depositaba comida y bebidas. Durante el ritual, llevaban al templo a un hombre y a cuatro mujeres en procesión. Al llegar, los conducían en literas hacia la parte superior, lugar en el que morían víctimas del sacrificio. Posteriormente sus cuerpos eran descendidos por las gradas del templo para decapitarlos. Las cabezas eran exhibidas en el tzompantli, término que significa muro de cráneos, y los cadáveres eran desmembrados como preludio a la antropofagia ritual, práctica que simbolizaba la unión entre dioses y hombres. De manera simultánea, los sacerdotes despedazaban las imágenes de los montes y de los huesos para ingerirlas poco a poco. En opinión de Durán, la ingesta simbólica de los montes por cojos, mancos, contrahechos, tullidos, los que padecían enfermedades infecto-contagiosas y por quienes habían estado en peligro de ahogarse o de morir fulminados por un rayo, implicaba la obligación de dar la masa de bledos para la festividad del año siguiente. Los elegidos de Tláloc quedaban comprometidos, al igual que el dios, a proveer los mantenimientos para dicha celebración. Los antiguos mexicanos concebían a Tláloc como dios de la lluvia, del agua, los truenos, los relámpagos, las tempestades, las granizadas, del agua subterránea, las lagunas, los ríos, los mares y de todo género de agua. Tomando en consideración que una actividad básica de su economía era la agricultura y que ésta dependía de las precipitaciones pluviales que podían beneficiar o dañar los cultivos, se desarrolló un culto a Tláloc que se llevaba a cabo a través de elaborados y complejos ritos en templos y en otros sitios sagrados como las cumbres de los montes. El sacrificio humano era una retribución a los dioses, ya que sus mitos de creación describían la manera en que éstos habían muerto para transformarse en los elementos necesarios para la vida del hombre. Así, la muerte no representaba el fin, era una transición hacia una nueva forma de existencia.

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