sábado, 10 de septiembre de 2011






¿Cómo concebían los antiguos nahuas el universo? Imaginemos una esfera a la que le pasamos una línea horizontal que la atraviesa por la mitad; la esfera queda dividida en una parte superior y una inferior. Pues bien, la línea que divide ambas partes es la tierra, el nivel terrestre en donde habita el hombre. Si recordamos el mito, la tierra fue creada de una especie de pez-cocodrilo llamado Cipactli. La mitad superior de la esfera serán los niveles o escaños celestes, en tanto que la parte inferior será el inframundo. Los niveles celestes son trece y, de acuerdo con el Códice Vaticano A, se considera que en el primero de ellos se encuentran la Luna y las nubes; el segundo es el citlalco o lugar de las estrellas; el tercero es el lugar por donde pasa diariamente el Sol; en el cuarto nivel está Venus y, según otra versión, en él se localiza Uixtocíhuatl, deidad de las aguas salobres, hermana de los tlaloques. El quinto cielo es aquel por donde pasan los cometas o donde se encuentra el giro; los cielos sexto y séptimo se representaban con colores, mientras que el octavo sería el lugar donde se forman las tempestades o lugar que tiene esquinas de lajas de obsidiana; del noveno en adelante eran lugares de los dioses, y el treceavo era el Omeyocan, en donde habitaba la dualidad por excelencia.


El inframundo se contaba a partir de la tierra hacia abajo y estaba constituido por nueve escaños. Tanto Sahagún como el Códice Vaticano A registran estos lugares. Para el franciscano, el primer paso era atravesar por dos cerros que chocan entre sí; después venía el lugar de la culebra que guarda el camino, el lugar de la lagartija verde; luego había que atravesar ocho páramos y ocho collados; pasar el viento frío de navajas; cruzar el río Chiconahuapan y, finalmente, llegar al Mictlan. Otra versión nos habla de la tierra, en donde se coloca el cadáver que será devorado por Tlaltecuhtli, señor de la tierra. De ahí hay que atravesar un río; el lugar de los cerros; cruzar el cerro de obsidiana; el sitio donde tremolan las banderas; el lugar donde se flecha a la gente; el lugar donde se comen los corazones; el lugar de la obsidiana de los muertos, y por último el lugar sin orificio para el humo, que es una de las versiones del Mictlan, el más profundo de los inframundos, en donde habita la pareja de Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl, señores del lugar de los muertos.

De esta manera, la estructura del universo, en sentido vertical, estaba constituida por estos tres niveles: cielos, tierra e inframundo. A la vez, en sentido horizontal estaban los cuatro rumbos del universo, cada uno de ellos regido por un dios y asociado a un color (hay varias versiones de ellos), un glifo, un árbol y un ave. El Códice Fejérváry-Mayer nos muestra una lámina en la que vemos cómo el dios viejo, señor del fuego y del año, Xiuhtecuhtli, se encuentra en el centro. Con su sabiduría, este dios guarda el equilibrio universal ante la actitud beligerante de los dioses que ocupan los cuatro extremos del universo. El rumbo norte estaba regido por el Tezcatlipoca negro y su símbolo era el técpatl o cuchillo de sacrificios; este rumbo se conocía como Mictlampa, o lugar de los muertos y del frío, y se vinculaba a lo seco y a lo árido. En contraposición, al rumbo del sur lo regía el Tezcatlipoca azul, que algunos autores identifican con Huitzilopochtli. Su glifo era el conejo y se le consideraba como el lugar de la abundancia; se le denominaba Huitztlampa, o lugar del sacrificio con espinas. El oriente lo presidía el Tezcatlipoca rojo, identificado como Xipe Tótec, cuyo símbolo era la caña; se decía que este era el rumbo masculino del universo; por ahí salía el Sol diariamente para alumbrar el mundo de los hombres; iba acompañado por los guerreros muertos en combate o en sacrificio, a quienes se les deparaba seguir al Sol desde su nacimiento hasta el mediodía. El poniente estaba regido por Quetzalcóatl. Su color era el blanco y su glifo calli o casa; se asociaba a las mujeres y por ende era el rumbo femenino del universo, por lo que se le conocía como Cihuatlampa. A partir del mediodía hasta el atardecer, las mujeres muertas en el parto acompañaban al Sol, pues el trance de dar a luz se consideraba como un combate. A estas mujeres se les conocía con el nombre de mocihuaquetzque, o mujer valiente; también se les nombraba cihuateteo, o mujeres diosas. De esta manera, cada rumbo del universo formaba una dualidad con su contraparte: seco y árido-abundancia y masculino-femenino.

Ahora bien, toda esta concepción universal estaba expresada, como se dijo, en el recinto sagrado de Tenochtitlan. En términos generales, el recinto guardaba una disposición oriente-poniente, obedeciendo al recorrido del Sol. En sus diferentes edificios se llevaban a cabo varias ceremonias, según la deidad a la que estuvieran dedicados. El calendario ritual abarcaba todo el año, y cronistas como Sahagún y Durán, entre otros, nos han dejado pormenores de las ceremonias que se celebraban mes a mes.

HÉCTOR JORGE GARNICA GUTIÉRREZ

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