Antes del edén, del limbo y del infierno; de la trinidad, las cruces y el dogma cristiano, de calacas azucaradas y versos satíricos que burlan a políticos y personalidades importantes, una unión de deidades aztecas centró su reino en el inframundo, donde se albergaron todas las ánimas del mundo y las bases para la tradición que ahora conocemos.
Mictecacihuatl y Mictlantecuhtli recibían a todos los difuntos de muerte natural o que presentaban cierta particularidad en su partida. Sin embargo, en estudios basados en los escritos del fraile franciscano Bernardino de Sahagún (“Historia general de las cosas de Nueva España”) se menciona que del mismo modo, gente de la nobleza azteca también residía en este plano.
Según los escritos de Sahagún, quien logró dominar el náhuatl, y gracias a informantes indígenas documentó la cultura, los muertos -de acuerdo la forma de perecimiento-, se dirigían a dos lugares: Tlalocan (el cielo del sol) y Mictlán.
Sin embargo existía otro destino del cual se desconocen muchos aspectos que es denominado Xochatlapan.
Para ser admitido en Mictlán -el que muchos consideraron de manera errónea como el infierno, ya que era parte inferior de los tres planos de la cosmovisión azteca-, el difunto debía pasar nueve pruebas correspondientes a los nueve niveles de Mictlán hasta llegar al umbral de la “Dama de la muerte” o Mictecacihuatl, y el Señor de los difuntos, Mictlantecuhtli.
Mictlán era el nombre del lugar del descanso eterno, el destino al que cualquier mortal (no ultimado en guerras, sacrificios o muerte heroica), podía aspirar.
Con la llegada de la conquista española, milenarios rituales fueron eliminados o modificados de los calendarios festivos por ser considerados paganos, y la festividad en la que se honraba a los muertos -originalmente realizada a principio del noveno mes según el calendario azteca, vale decir en agosto según el calendario actual-, no fue la excepción.
No obstante, esta festividad que en primera instancia era celebrada durante un mes con diferentes ceremonias, fue adoptada por la iglesia unificándola (como hizo con muchas romanas), formulando un secretismo cultural con la ya establecida celebración eclesial de Todos los Santos.
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