Hablar de independencia es hablar acerca de algo que en ese entonces, carecía de forma y de nombre para mi. Muchos vivimos dentro de ella, la saboreamos día con día, pero no estamos plenamente conscientes de como se ve, como se siente, como se escucha o a que sabe. Suena a corridos, rancheras, rock, risas, maldiciones y palabras soeces, igual de tintes violentos como de un humor negro típico de nuestro país. Suena a las voces que en instantes se difuminan con el de otras en un río de multitudes que coquetean los precios de los mismos productos que vemos todos los días a precios el triple de lo accesible, y por ende, diez veces más ilícito al comprar. Me sabe no solo a platillos de una cenaduría un viernes a las 2 de la mañana con olor a especias que perfuman el aire, si no también a aquello que todos en algún punto nos dicen que no debemos comer y dos horas más tarde lo lamentamos con un vaso lleno de sales que evocan cientos de burbujas milagrosas para aliviar la hinchazón. Me huele a pólvora un 15 de septiembre, al aceite quemándose lentamente al fuego de nuestros platillos en el hogar de los padres de nuestros padres un fin de semana, huele a alcantarillado con la promesa rezagada por meses de ser nuevamente eficiente, eventualmente, como diría cualquiera de nosotros; Me huele a aliento alcoholizado que con la potencia de una voz ronca y un corazón frustrado, adolorido o simplemente deshinbido, evoca canciones del pueblo popular en compañía de otras voces. Huele a madera húmeda de aquellos quienes aún viven en los recovecos de la faena verdosa que pocos o nadie aún desconocen, como también a combustible que nos quema el olfato día a día durante el tráfico pasado mediodía. Se siente a sol tiñendo nuestra piel, resaltando solo la inminente naturaleza de nuestra gente: Todos somos mestizos, y somos hijos del mismo sol.
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