Hablar de la Malinche es hablar de la construcción de la mexicanidad que nos rige hoy en día, de la dinámica que hasta la fecha impera sobre el día a día de nuestra nación. Hablar de este personaje histórico, junto al contexto en el que se desarrollo y junto a las otras figuras que resultan relevantes de este periodo, nos ayuda a comprender mejor el periodo de Conquista, los elementos principales de transición, y a la vez encontrar esos vestigios de todos estos personajes y características dentro de las relaciones interiores entre los individuos de este país.
Quizá nuestra situación geográfica, los factores culturales implicados en la vida en la frontera (transculturación principalmente), aunado al hecho de que México es un país centralista, ocasionan que el Malinchismo sea uno de los adjetivos a los que mas se nos vincula por nuestros compatriotas.
Para comprender mas a fondo esta situación es preciso comprender aquello que nos caracteriza como mexicano, y cual fue el proceso histórico ocurrido para llegar a tales conclusiones.
Un mexicano es un problema siempre, para otro mexicano y para si mismo. Ahora bien, nada mas simple que reducir todo el complejo grupo de actitudes que nos caracteriza – y en especial la que consiste en ser un problema para nosotros mismos- a lo que se podría llamar “moral de siervo”, por oposición no solamente a la “moral de señor”, sino a la moral moderna, proletaria o burguesa.
Esta actitud la podemos ver reflejada en la forma de relacionarnos entre nosotros, por lo general siempre a la defensiva con respecto a los demás, siempre prefiriendo ver a alguien ajeno a nuestro país obtener el logro que a uno de los nuestros, buscando siempre la falla en el destacado, señalando errores irrelevantes en aquello que logra llamar la atención, siempre comportándonos como se dice popularmente como “cangrejos en un hoyo”.
La desconfianza, el disimulo, la reserva cortes que cierra el paso al extraño, la ironía, todas, en fin , las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada que teme y que finge frente al señor (ejemplo de esto es que al ser llamados por un tercero respondemos a este con un “mande”, denotando estar a su servicio, en vez de denotar una comunicación entre iguales). Es revelador que nuestra intimidad jamás aflore de manera natural, sin el acicate de la fiesta, el alcohol o la muerte. Esclavos, siervos y razas sometidas se presentan siempre recubiertos por una mascara, sonriente o adusta. Y únicamente a solas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse tal como son. Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el recelo. Miedo al señor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al otro, porque cada compañero puede ser también un traidor. Para salir de si mismo el siervo necesita saltar barreras, embriagarse, olvidar su condición. Vivir a solas sin testigos. Solamente en la soledad se atreve a ser.
Claro ejemplo de esto es el siempre sentirnos menos ante el extranjero, sin importar el como se desempeñaba socialmente en su cultura de origen, los meritos obtenidos en ella, la condición de extranjero siempre impera sobre la impresión que recibimos de él, rara vez cuestionamos que tan valida es su presencia en el ámbito dentro del que permitimos que se desarrolle, el simple hecho de no pertenecer a nosotros lo valida ante nosotros.
El carácter de los mexicanos es un producto de las circunstancias sociales imperantes en nuestro país; la historia de México, que es la historia de esas circunstancias, contiene la respuesta a todas las preguntas, la situación del pueblo durante el periodo colonial seria así la raíz de nuestra actitud cerrada e inestable. Nuestra historia como nación independiente contribuiría también a perpetuar y hacer más neta esta psicología servil, puesto que no hemos logrado suprimir la miseria popular ni las exasperantes diferencias sociales, a pesar de siglo y medio de luchas y experiencias constitucionales. El empleo de la violencia como recurso dialéctico, los abusos de autoridad de los poderosos – vicio que no ha desaparecido todavía- y finalmente el escepticismo y la resignación del pueblo, hoy más visibles que nunca debido a las sucesivas desilusiones posrevolucionarias, completarían esta explicación histórica [1] (resulta difícil creer hoy en día que en efecto un político puede fungir como agente de cambio social, creer incluso en manifestaciones de descontento como la desobediencia social, y mas aun, creer posible la unificación como pueblo mexicano para nuestro beneficio, parece ser que en lo único que el mexicano cree, es en el inevitable fallo o mal logro de cualquier meta emprendida, ya sea un torneo de futbol, ya sea algún proyecto viable para provocar algún mínimo cambio que resulte en algo positivo para la comunidad).
Los hechos históricos no son nada mas hechos, sino que están teñidos de humanidad, esto es, de problematicidad.
La historia no es un mecanismo y las influencias entre los diversos componentes de un hecho histórico son reciprocas. Un hecho histórico no es la suma de los llamados factores de la historia, sino una realidad indisoluble. Las circunstancias históricas explican nuestro carácter en la medida que nuestro carácter también las explica a ellas.
Todo lo que es el mexicano actual, puede reducirse a esto: el mexicano no quiere o no se atreve a ser él mismo.
Sin embargo existen ciertas características y circunstancias en las que el mexicano se atreve a ser el mismo y expresarse como tal. Según Octavio Paz donde el carácter mexicano no tiene miedo del el mismo, donde se permite ser, es aquel en el de la tradición oral, no de manera formal, si no en su expresión popular, en el lenguaje que utiliza diario. En este lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, sin contenido claro, y a cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las mas brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones.
Estas palabras son definitivas, categóricas, a pesar de su ambigüedad y de la facilidad con que varía su significado. Son las malas palabras, único lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos. La poesía al alcance de todos.
Es quizá donde la diferencia entre lenguajes encuentra su mas clara identidad. Esa palabra es nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos entre extraños y a ella acudimos cada vez que aflora a nuestros labios la condición de nuestro ser. Toda la angustiosa tensión que nos habita se expresa en una frase que nos viene a la boca cuando la cólera, la alegría o el entusiasmo nos llevan a exaltar nuestra condición de mexicanos: ¡Viva México, hijos de la Chingada!. Con esta frase nos afirmamos y afirmamos a nuestra patria, frente, contra y a pesar de los demás. ¿Y quienes son los demás? Los demás son los “hijos de la chingada”: los extranjeros, los malos mexicanos, nuestros enemigos, nuestros rivales, en todo caso, los “otros”.
¿Quién es la Chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como la Llorona o la “sufrida madre” mexicana que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre.
En México los significados de la palabra son innumerables. Basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido varíe. Hay tantos matices como entonaciones: tantos significados como sentimientos. Pero la pluralidad de significaciones no impide que la idea de agresión –en todos sus grados, desde el simple de incomodar, picar, zaherir, hasta el de violar, desgarrar y matar- se presente siempre como significado ultimo.
La idea de romper y abrir reaparece en casi todas las expresiones. Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado.
Quizá en el uso y tradición de esta palabra, y esta parte del lenguaje en especifico, es donde el pensamiento occidental no logro ganar terreno, pues son usadas en una forma dual, tanto para connotar algo bueno como algo malo, y ambas implicaciones siempre están presentes en el usuario de ellas.
La palabra chingar, con todas estas múltiples significaciones, define gran parte de nuestra vida y califica nuestras relaciones con el resto de nuestros amigos y compatriotas. Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado.
La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El “hijo de la Chingada” es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. Si se compara esta expresión con la española, “hijo de puta”, se advierte inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano, en ser fruto de una violación.
Otra de las figuras emblemáticas que nos distingue comos mexicano es la del “macho”, esta guarda una estrecha semejanza con la figura del conquistador español. Ese es el modelo –más mítico que real- que rige las representación que el pueblo mexicano se ha hecho de los poderosos: caciques, señores feudales, hacendados, políticos, generales, capitanes de industria. Todo ellos son “machos”, “chingones”.
Durante el periodo de conquista es importante enunciar o identificar todas aquellas figuras que habrían de trascender en la memoria colectiva del pueblo mexicano, y que, a fin de cuentas, han de ser aquellas que forjan la identidad bajo la cual hoy en día nos regimos. Aunado a esto, las figuras que servían como ejemplo en aquel momento son clave para la transición de un sistema de creencias a otro, del traslado de una forma de pensamiento a la imposición de uno nuevo. Rastros de estas creencias pueden ser encontrados en el sistema religioso que nos rige hoy en día.
El mexicano venera al Cristo sangrante y humillado, golpeado por los soldados, condenado por los jueces, porque ve en él la imagen transfigurada de su propio destino. Y esto mismo lo lleva a reconocerse en Cuauhtémoc, el joven emperador azteca destronado, torturado y asesinado por Cortés.
La Conquista coincide con el apogeo del culto a dos divinidades masculinas: Quetzalcóatl, el dios del autosacrificio (crea el mundo, según el mito, arrojándose a la hoguera, en Teotihuacan), y Huitzilopochtli el joven dios guerrero que sacrifica. La derrota de estos dioses –pues eso fue la Conquista para el mundo indio: el fin de un ciclo cósmico y la instauración de un nuevo reinado divino- produjo entre los fieles una suerte de regreso hacia las antiguas divinidades femeninas. Este fenómeno de vuelta a la entraña materna, es sin duda una de las causas determinantes de la rápida popularidad del culto a la Virgen. La Virgen católica es también una Madre (Guadalupe-Tonatzin la llaman aun algunos peregrinos indios) pero su atributo principal no es velar por la fertilidad de la tierra sino ser el refugio de los desamparados. Todos los hombres nacimos desheredados y nuestra condición verdadera es la orfandad, pero esto es particularmente cierto para los indios y los pobres de México. El culto a la Virgen no solo refleja la condición general de los hombres sino una situación histórica concreta, tanto en lo espiritual como en lo material. Y hay mas: Madre universal, la Virgen es también la intermediaria, la mensajera entre el hombre desheredado y el poder desconocido, sin rostro: El Extraño.
Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no parece forzado asociarla con la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortes. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos –antagónicos y complementarios. Y si no es sorprendente el culto profesado al joven emperador – “único héroe a la altura del arte”, imagen del hijo sacrificado-, tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche. De ahí el éxito del adjetivo despectivo “malinchista”.
Los malinchistas son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdadero hijos de la Malinche, que es la Chingada, en persona. La extraña permanencia de Cortes y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo mas que figuras históricas: son símbolos de un conflicto secreto, que aun no hemos resuelto. Al repudiar a la Malinche – Eva mexicana, según la representa José Clemente Orozco en su mural de la Escuela Nacional Preparatoria- el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica.
El mexicano no quiere ser indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en si mismo. Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, solo se conciba como negación de su origen.
La reforma liberal de mediados del siglo XIX parece ser el momento en que el mexicano se decide a romper con su tradición, que es una manera de romper con uno mismo.[2] Si la independencia corta los lazos políticos que nos unían a España, la Reforma niega que la nación mexicana, en tanto que proyecto histórico, continúe la tradición colonial. Juárez y su generación fundan un Estado cuyos ideales son distintos a los que animaban a Nueva España o a las sociedades precortesianas, El Estado mexicano proclama una concepción universal y abstracta del hombre: le Republica no está compuesta por criollos, indios y mestizos, como con gran amor por los matices y respetos por la naturaleza heteróclita del mundo colonial especificaban las Leyes de Indias, sino por hombres, a secas. Y a solas.
El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y, asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio. En suma, como viva conciencia de la soledad, histórica y personal.
En conclusión, podemos identificar quizá cuatro elementos que rigen la conducta del mexicano, cuatro figuras simbólicas que pueden definir la dinámica así como el carácter que nos identifica ante otras culturas: al Macho, La Chingada (o bien simplemente chingar), la figura de la Malinche y a Guadalupe-Tonatzin.
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